lunes, 18 de junio de 2007

Arte y Deporte por Juan Emar

ARTE Y DEPORTE
Por Juan Emar (de Escritos de Arte)

CONELDEPORTENACEUNNUEVOJURAMENTO, UNNUEVOVOTO... nacen muchas cosas. Pero desde mi llegada a Chile las circunstancias me han etiquetado como crítico de arte. Por eso entre tanto nacimiento, debo sólo considerar si del deporte nace también un poco de arte.
¡No, no!
Es el grito tácito que oigo. Que oigo de los deportistas, porque los sportsmen no se preocupan del arte. Sus actividades pueden llenar una vida sin necesidad de buscar justificaciones en otras actividades.
¡No, no!
Grito de los intelectuales y de los artistas que desde la escuela primaria han aprendido, gracias a doctos profesores, que el dios nebuloso de las artes sólo visita al hombre que ejercita sus músculos cuando tiene ciudadanía griega, cuando ha nacido miles de años antes de Cristo y cuando sobre su cuerpo desnudo, lleva un casco de bombero, casco dorado de bombero, de pompier como dicen los franceses... por lo tanto, de este deporte cotidiano del Parque Cousiño, del Studium de Ñuñoa, del Hipódromo, no pueden hacer ni una gota de arte, ni una sola visión artística, y críticos y artistas e intelectuales -mientras todo un pueblo en camiones de a chaucha, mientras todos los pueblos del mundo en metro, o en subway o en tubo, corren a presenciar eliminatorias y campeonatos- críticos, artistas e intelectuales, buscando la hermosa visión en lo que ya no existe, solamente, únicamente por el hecho de no existir ya -declaran en poética lira sin cuerdas-, la nostalgia de las artes de otros tiempos y la imposibilidad del arte en los espectáculos de hoy, de hoy, en Chile, por ser hoy y por ser en Chile.
Sobre todo por ser hoy...
A lo más, los críticos de hoy dígnanse otorgar un pasaporte de arte al espectáculo de los toros, tal vez porque nunca han visto una corrida de toros y sobre todo, porque ya muchos españoles han sabido sorprender, modestamente, las bellezas de su época. Siempre es fácil repetir.
Sin embargo, la belleza clara y nítida, llena de sol, de los caballitos de polo que, bajo la influencia del hombre, han llegado a aprender que en la cancha, como en la vida, hay que correr, fatigarse y maltratarse, tras un ideal, un pequeño ideal blanco, que huye por el césped verde; la belleza pura, rítmica, todo de equilibrio y gracia de los hermanos
Torralva, raqueta en mano; la belleza hecha de fuerza, de potencia, y de precisión máxima, de tanta precisión que cada tres minutos se detiene -fidelidad al tiempo- por un minuto, para volver a empezar ante la expectación clamorosa de las muchedumbres y de todos aquellos que se contentan, como visión de arte, con luz, sol, vigor... la belleza de Vicentini frente a Santiago Mosca, conquistando en el gran circo popular al 5º round, el derecho de recorrer el planeta entero por un ideal... la belleza del esgrimista que perfecciona los movimientos de su espada con la misma magnífica inutilidad del pintor perfeccionando su pincelada...
Tanta belleza, ¿qué poeta le cantará?, ¿qué crítico de arte bajando de las nebulosas, se dignará consentirle un poco de estética?
Ninguno, tal vez.
La historia del arte no nos cuenta nada de un ring hindú en tiempo de Budha, de
una cancha de tenis en el siglo de Pericles, de una piscina policial en la Edad Media, de
un velódromo bajo Luis XIV.
Es por eso que los artistas de hoy -insistentes en cantar lo ya cantado (lo que da un cierto fino aire de aristócrata aburrido)- no ven las bellezas modestas de todos los días.
Esto al deportista le es indiferente; esto al público le es indiferente. Conscientes ambos de la pura belleza que realizan y presencian, dejan a los artistas cabalgar tranquilos en lo inaccesible de poéticas nebulosas. Se ha hablado tanto -hasta hacerlo un lugar común para salones de señoritas intelectuales- de que el artista se adelanta a su siglo. Como todo lugar común, éste también es cierto. Nuestros artistas se adelantan retrocediendo (cuestión de temperamento). Mientras tanto los músculos se despliegan bajo el sol, los autos trepidan, laten como corazones humanos, y el aire -por siglos indomable- vibra a voluntad del radiotelegrafista que comunica al mundo entero lo sucedido en un pequeñito espacio entre dos hombres valientes como romanos, hermosos como griegos...
Parece, sin embargo, que en todo esto no hay arte, Arte, ARTE.

(La Nación, martes 8 de abril de 1924, Pág. 7)
Por Mariano Tacchi

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