martes, 29 de mayo de 2007

No es fácil morir sapos


La cárcel. Los nómades con cuchillo. La libertad. Aniceto Hevia (Manuel Rojas) escupe su bronca con la vida desde un pulmón herido. Defiende su estirpe callejera y repele a quienes controlan las vidas de los caminantes.


Creo que primero o después estuve preso. Nada importante , por supuesto: asalto a una joyería, a una joyería cuya existencia y situación ignoraba e ignoró aún. Tuve, según parece, cómplices, a los que tampoco conocí y cuyos nombres o apodos supe tanto como ellos los míos; la única que supo algo fue la policía, aunque no con mucha seguridad. Muchos días de cárcel y muchas noches durmiendo sobre el suelo de cemento, sin una frazada; como consecuencia, pulmonía; después, tos, una tos que brotaba de alguna parte del pulmón herido. Al ser dado de alta y puesto en libertad, salvado de la muerte y de la justicia, la ropa, arrugada y manchada de pintura, colgaba de mí como de un clavo. ¿Qué hacer? No era mucho lo que podía hacer; a lo sumo, morir; pero no es fácil morir. No podía pensar en trabajar y menos podía pensar en robar: el pulmón herido me impedía respirar profundamente. Tampoco era fácil vivir.


"POLICÍAS, CONDUCTORES DE TRENES, CÓNSULES, CAPITANES, PATRONES Y OTROS TANTOS E IGUALES ESPANTOSOS SERES ESTÁN AQUÍ, ESTÁN ALLÁ, ESTÁN EN TODAS PARTES, IMPIDIENDO AL SER HUMANO MOVERSE HACIA DONDE QUIERE Y COMO QUIERE"

(...)
Llegamos a Valparaíso con ánimo de embarcar en cualquier buque que zarpara hacia el norte, pero no pudimos; por lo menos yo no pude; cientos de individuos, policías, conductores de trenes, cónsules, capitanes o gobernadores de puerto, patrones, sobrecargos y otros tantos e iguales espantosos seres están aquí, están allá, están en todas partes, impidiendo al ser humano moverse hacia donde quiere y como quiere.

(...)
¿Escribir? ¿A quién? Menos absurdo era proponerse encontrar un camello pasando por el ojo de la aguja que un pariente mío en alguna de las ciudades del Atlántico sur, preferidas por ellos. Mis parientes eran seres nómadas, no nómadas esteparios, apacentadores de renos o de asnos, sino nómadas urbanos, errantes de ciudad en ciudad y de república en república. Pertenecían a las tribus que prefirieron los ganados a las hortalizas y el mar a las banquetas del artesanado y cuyos individuos se resisten aún, con variada fortuna, a la jornada de ocho horas, a la racionalización en el trabajo y a los reglamentos de tránsito internacional, escogiendo oficios -sencillos unos, complicados o peligrosos otros- que les permiten conservar su costumbre de vagar por sobre los trescientos sesenta grados de la rosa, peregrinos seres, generalmente despreciados y no pocas veces maldecidos, a quienes el mundo, envidioso de su libertad, va cerrando poco a poco los caminos.


Fragmentos de la novela “Hijo de ladrón”

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