martes, 22 de mayo de 2007

Piensa negativo.

El pesimista contento (Jenaro Prieto)

Hay el prejuicio de que el pesimismo lleva a la tristeza y de que sus adeptos gozan de menos alegrías que el resto de los individuos.
Profundo error: El pesimista ve, sin duda, todo negro y anuncia calamidades a destajo: pero, al propio tiempo experimenta una íntima satisfacción cuando ellas se realizan. Y como en el mundo las desgracias se presentan con más frecuencia que las dichas, el pesimista tiene un amplio y fecundo campo de felicidad.
Las tristezas, los fracasos, las desilusiones que tanto abaten a los optimistas, son para él accidentes con los cuales contaba de antemano y que le proporcionan el agrado de confirmar sus predicciones. Cada esperanza que se apaga brinda al pesimista el mismo goce intelectual, que el eclipse de un astro al sabio que lo ha anunciado.
En esta actitud de espíritu, sus propias desdichas son causa de alegría.
Todas estas reflexiones, que no sé si son amargas, me asaltaron ayer al encontrarme con mi amigo Aliro Peña -el «Chuncho» Peña, como lo llamamos en la intimidad- riéndose descaradamente frente a la Bolsa de Comercio.
-¿De qué te ríes? -le dije.
-¡No voy a reírme -me contestó- al mirar este cementerio de acciones! ¡Lo que yo venía prediciendo! No hay un negocio que ande regular. La acción de la Bolsa, que antes valía trescientos mil pesos, está ahora a treinta y seis mil, y las demás, por el estilo!
-Tú no tienes corazón.
-Pero tengo cabeza: Hace tiempo antes de que perdiera aquí hasta el modo de andar se lo venía pronosticando a los amigos: Las sociedades se van a ir a la ruina: La industria no da para sustos... Esto se tiene que desmoronar. Ya ves tú como está la minería.
-Pero el país no es sólo minero...
-No, es también agrícola... y, a propósito, ¿has visto a algún comprador de cereales? Tengo un pequeño fundito: me interesaría que alguien comprara algo. No tanto por interés del dinero, créemelo -estoy arruinado y afortunadamente mis fracasos sólo afectan por el momento a los acreedores-, pero, por curiosidad: Tengo el capricho de ver un comprador.
-Estás de un pesimismo insoportable.
-Es que acabo de hallarme con un salitrero. Hay un millón y medio de toneladas que no pueden encontrar colocación. Como se ha puesto ya amarillo de viejo, parece que los compradores lo toman por cebada y no quieren ni mirarlo...
-Hombre, digas lo que quieras, el país progresa: Mira esos edificios, esas calles magníficas, esos caminos de concreto...
-Sí: ya alguien lo ha dicho: El país se va al demonio, pero por muy buenos caminos.
-Cállate. ¡Qué afán de criticarlo todo!
-Si no lo critico, por el contrario, me alegro. Si hemos de quedar en la calle, es preferible que las calles sean buenas. Por lo demás, me pienso meter a empleado público y ya me verás en uno de esos rascacielos. Es la única manera de estar bien alojado y tener una renta razonable. Y, a propósito, ¿me puedes prestar unos cincuenta pesos? Es para el pago de la contribución; como este mes hay que empezar a llenar los formularios... y sería tan feo declarar así de buenas a primeras que ya no tengo renta. Creo que hay que irse poco a poco para no alarmar a la Dirección de Impuestos. Pueden disminuir servicios, y yo necesito emplearme... Tú eres optimista, ¿verdad? Préstame cincuenta pesos. En cuanto mejore la situación te los devuelvo.
-Yo soy optimista, ¡claro está!, pero desgraciadamente no todos los optimistas tenemos cincuenta pesos... Por eso, precisamente, somos optimistas y esperamos días mejores. Si no fuera por esa esperanza, ¿qué sería de nosotros?
-¡Excusas, simples excusas! Si fueras optimista de verdad, ya me habrías prestado ese dinero. En el fondo tú no crees que pueda devolvértelo... Haces bien: Las cosas van de mal en peor y estamos sólo comenzando. ¡Lo tenía anunciado! Y yo, mi amigo, para profeta... Bueno, es una lástima que en este país no se pague a los profetas... ¿No podría crearse la Superintendencia de Agoreros? Me vendría muy bien que me nombraran superintendente... ¿No lo crees? ¡Ah! ¡Tampoco! ¡Ya no quedan optimistas!
Y se alejó serenamente.
Consuelo Fontecilla

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