martes, 22 de mayo de 2007

Qué es ser chileno

Por Vicente Pérez Rosales

El hombre chileno es, en general, esencialmente andariego; para él las distancias no son distancias, siempre que al cabo de ellas llegue a divisar mucho lucro, o mucho que admirar. Si no se le ve en todas partes, no es por falta de deseo, cuanto por falta de recursos para satisfacer su natural propensión.

Llenas están de chilenos las ardientes y arenosas costas bolivianas; en el Perú se encuentras por miles; y en uno y otro estado nadie disputa al peón chileno la palma de la actividad; del arrojo y del trabajo, al revés de lo que le sucede en su propio país, donde no teniendo a quien lucir esas virtudes, no solo es desidioso, sino que llega a ser manso y sumiso, cuando fuera de él es siempre altanero y orgulloso.

Chilenos fueron los primeros pobladores que, corriendo en pos del vellocino de oro, pisaron las encantadas playas de California. En ellas, la afeminación y el ocio aparente de algunos hijos de las primeras familias de Santiago, se transformaron, bajo el solo influjo de un cielo extranjero, en envidiables tipos de arrojo y de trabajo. Los he visto con la risa en los labios trocar el roce del guante de suave cabritilla por el áspero de la barreta del gañán; la camisa de hilo, el lucido chaleco y la vistosa levita de fino paño, por una simple y burda camisa áspera de lana. Los he vito dormir en el suelo sin más abrigo que un sarape, ni más almohada que el sombrero, y confiados en sus velimentos personales, desafiar impávidos el sol, el agua, el trabajo y el cansancio. En California el semental y petimetre santiagueño, junto con el gañan de nuestros tiempos, fueron alternativamente amos y sirvientes, codiciados fleteros, incansables cargadores, carpinteros, cortadores de adobes, lavadores de oro, constructores y comerciantes. Los he visto de amos exigentes y regañones en Chile, tornarse sin esfuerzo en modestos criados de un mulato afortunado.

Chilenos he visto en los terribles hielos del Báltico, a inmediaciones de Crostad, abandonar serenos, prendidos en las nieves, la nave en que servían, seguir a pie sobre el mar congelado hasta el continente, y de allí venir de cárcel en cárcel, hasta llegar a Hamburgo, desde donde tuve ocasión de repatriarles. Los he visto, muy sueltos de cuerpo, echar bravatas sobre un muelle de Burdeos donde acababan de desembarcar, aunque se encontraban en el más completo aislamiento de relaciones, tan serenos y resueltos como si aún estuvieran en el San Carlos de Ancud. He visto chilenos acaudalados malbaratar a manos llenas sus caudales en todas las capitales de la Europa , sin cuidarse del porvenir; chilenos muy pobres, buscando con confianza y con fe en sus propios talentos, el prestigio y la honra que dan en aquellos centros de civilización el mejoramiento de las ciencias y de las artes; y chilenos, simples marineros y desertores además, atravesar contentos la Francia a pie, desde Burdeos hasta el Havre, para buscar otro buque donde servir. Chileno fue aquel atrevido marino aventurero que siguió a Cochrane a la Grecia; chilenos son los infinitos viandantes que, alforjas al hombro y garrote en mano, se encuentran a cada paso en los boquetes de los Andes, aprovechando del verano para ir a pie, en busca de una yunta de novillos de amansa, o de un caballo para su montura; y chilenos también los pobladores de cuantos Chilecitos se alzan al pie oriental de nuestros Andes, porque donde hay chilenos juntos en el extranjero, debe surgir forzosamente un Chilecito.

Publicado por: Barinia Vidal A.

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