martes, 22 de mayo de 2007

El pesimismo de la generación de fin de siglo

¿Tenemos algunos rieles más, algunas escuelas, algunos pocos miles de habitantes?, enhorabuena; pero, ¿qué importancia tiene esto para juzgar de nuestro adelanto, si esos centenares de rieles debieran ser millares, si esas docenas de escuelas debieran ser centenares y si esos pocos miles de habitantes debieran ser millones?

Alameda de las Delicias a fines del siglo XIX

El 1º de agosto, Enrique MacIver pronuncia su famoso discurso sobre la crisis moral de la República en El Ateneo de Santiago, donde refleja el desaliento y la decadencia presente en el ambiente.
Para mostrar el clima que imperaba en ese entonces, a continuación se reproduce un extracto de la alocución de don Enrique:

+++"Me parece que no somos felices; se nota un malestar que no es de cierta clase de personas ni de ciertas regiones del país, sino de todo el país y de la generalidad de los que lo habitan. La holgura antigua se ha trocado en estrechez, la energía para luchar por la vida en laxitud, la confianza en temor, las expectativas en decepciones. El presente no es satisfactorio y el porvenir aparece entre sombras que producen la intranquilidad.++++

+++No sería posible desconocer que tenemos más naves de guerra, más soldados, más jueces, más guardianes, más oficinas, más empleados y más rentas públicas que en otros tiempos; pero ¿tendremos también mayor seguridad; tranquilidad nacional, superiores garantías de los bienes, de la vida y del honor, ideas más exactas y costumbres más regulares, ideales más perfectos y aspiraciones más nobles, mejores servicios, más población y más riqueza y mayor bienestar? En una palabra, ¿progresamos?+++
(...)

"...la mejor respuesta es el silencio"

¿Tenemos algunos rieles más, algunas escuelas, algunos pocos miles de habitantes?, enhorabuena; pero, ¿qué importancia tiene esto para juzgar de nuestro adelanto, si esos centenares de rieles debieran ser millares, si esas docenas de escuelas debieran ser centenares y si esos pocos miles de habitantes debieran ser millones? ¿Y qué vale ello delante de las obras públicas en ruinas, de la agricultura decadente, de las minas inutilizadas, del comercio anémico, de los capitales perdidos, del ánimo enfermo?

¿Qué somos en el día de hoy? Me parece que la mejor respuesta es el silencio. Y sería bien triste, por cierto, que nos consoláramos de la pérdida de nuestro puesto preferente, con el poder militar, como se consolaban con su espada y sus pergaminos los incapaces que se veían desalojados por la actividad de los hombres de iniciativas y de trabajo.

En mi concepto, no son pocos los factores que han conducido al país al estado en que se encuentra; pero sobre todo me parece que predomina uno hacia el que quiero llamar la atención y que es probablemente el que menos se ve y el que más labora, el que menos escapa a la voluntad y el más difícil de suprimir. Me refiero, ¿por qué no decirlo bien alto?, a nuestra falta de moralidad pública; sí, la falta de moralidad pública que otros podrían llamar inmoralidad pública.

Hablo de moralidad que consiste en el cumplimiento de su deber y de sus obligaciones por los poderes públicos y los magistrados, en el leal y completo desempeño de la función que les atribuye la carta fundamental y las leyes, en el ejercicio de los cargos y empleos, teniendo en vista el bien general y no intereses y fines de otro género.

Hablo de moralidad que da eficacia y vigor a la función del estado y sin la cual ésta se perturba y se anula hasta el punto de engendrar el despotismo y la anarquía y como consecuencia ineludible, la opresión y el despotismo, todo en daño del bienestar común, del orden público y del adelanto nacional.

(...)

Los propósitos levantados, las ideas benéficas, las empresas salvadoras, sin mezcla de egoísmo personal o partidista, allegan siempre fuerzas poderosas que los apoyen y no sólo cuentan con los sostenedores que tienen en el campo, sino con una inagotable y abnegada reserva. Es la juventud que, sin más ley de servicio obligatorio que la escrita en su alma ansiosa del bien y amante de la patria, se alista bajo las banderas que representan una gran causa nacional.

Tengo fe en los destinos de mi país y confío en que las virtudes públicas que lo engrandecieron volverán a brillar con su antiguo esplendor".


Por Consuelo Fontecilla

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